El padre Luis Coloma en contra de lo que pueden pensar muchos de nuestros paisanos no es un Instituto, realmente fue un jesuita jerezano, escritor y periodista, al que se homenajeo dándole su nombre al Instituto Provincial a propuesta de D. José Cádiz Salvatierra.
Luis Coloma Roldán nace en Jerez el 9 de enero de 1851 en la Plaza del Clavo.
Con doce años ingresa en la Escuela Naval de San Fernando, que abandona al poco tiempo para cursar la carrera de Derecho en la Universidad de Sevilla.
Muy pronto revela su afición literaria con su primera obra “Todos lloran. Contrastes de la vida”.
En Sevilla frecuenta tertulias de moda donde conoce la vida y las costumbres de la aristocracia y la alta burguesía que más tarde plasmaría en sus obras.
Inicia y simultanea sus actividades literarias y colabora en los periódicos: El Tiempo, de Madrid, y El Porvenir, de Jerez. Entra en contacto con numerosos escritores entre los que admira muy especialmente a Fernán Caballero, Cecilia Bóhl de Faber, que se convierte en su mentora y cuyos consejos ayudaran a Coloma en su camino literario.
En 1868 una vez terminado sus estudios, llega a Madrid inscribiéndose en el Colegio de Abogados. A raíz de un desafortunado incidente del que resultó herido, decidió a ingresar en la Compañía de Jesús el 5 de Octubre de 1.873 y el año siguiente era ordenado sacerdote.
Continua con su creación literaria dándose a conocer como escritor costumbrista y autor de tendencia moralizadora utilizando como base el realismo suave, tierno y sin estridencias de Fernán Caballero, recreando su propio estilo, mucho más combativo y crítico. Su escritura mezcla de espiritualidad y un conocimiento profundo de la sociedad le permite sacar a la superficie el mal que esta contiene.
Dentro de su producción literaria resaltamos tres títulos:
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Pequeñeces, su gran obra literaria que publica en 1891y que incluso es llevada al cine en 1950 por Juan de Orduña.
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El Ratón Pérez de 1894, un cuento que relata la vida de un personaje de una obra del siglo XVIII y con el que Padre Luis Coloma llena de ilusión las vidas de los niños más pequeños cuando les llega el momento de perder un diente. Este cuento, le fue encargado a Coloma para el rey Alfonso XIII cuando tenía 8 años. El protagonista era el rey Buby I.
Bubi, nene en alemán, es el diminutivo con el que la reina María Cristina se dirige a su hijo Alfonso XIII. Cuando Buby perdió su primer diente de leche, lo colocó debajo de la almohada, junto a una carta, para la visita del Ratoncito Pérez. Cuando el monarca y el ratoncillo se conocieron, se hicieron amigos y este le muestra su mundo y otras realidades a través de las cuales el Padre Luis Coloma pone de manifiesto su mensaje.
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Juan Miseria. Novela que se puede considerar un auténtico documento de época donde el autor retrata las casas de vecinos de Jerez y la miseria en la que vivían sus gentes. El autor lo detalla en su novela para que los poderes públicos tomen medidas. En uno de sus capítulos describe la procesión de la Hermandad del Stmo. Cristo de la Expiración y Stma. Virgen del Valle a su llegada a la altura de la cárcel situada en la Plaza Belén:
Al anochecer, una gran multitud, que a cada momento se hacía más compacta, comenzó a llenar la anchurosa plaza, esperando, a pie quieto, algo que debía llegar por una de sus bocacalles. De repente, vio la Salamanca abrirse paso por entre el gentío a un hombre vestido con larga túnica negra, ceñida por un cordel, ancho capirote en la cabeza, y un escudo en el pecho, con tres cruces, sobre una barca de plata; traía en la mano una demanda, y elevándola de cuando en cuando, decía en voz alta: “¡Padre y Señor de la Expiración!”. Caían a este grito en el platillo limosnas sin cuento, y el hombre proseguía su marcha, repitiendo su clamor.
Al verlo la Salamanca, dio un grito de extraño júbilo y, sacando ambos brazos por la reja, se dejó caer de rodillas llorando… Aquel hombre era un hermano de la Cofradía del Cristo de la Expiración, del Cristo de su barrio, de quien tan devota era desde su infancia, y cuyo recuerdo había permanecido siempre vivo en su corazón, como el germen de una flor en medio de un basurero.
A este primer movimiento de júbilo, siguió en el ánimo de la Salamanca otro de pavor inmenso, hijo de su mala conciencia: volvió maquinalmente los ojos hacia fondo del calabozo, inundado ya por las tinieblas, y creyó ver aquellas otras tinieblas exteriores en que será el llanto eterno y el crujir de dientes; miró entonces a la plaza, y pareciole que por aquella bocacalle iba a desembocar el Cristo, el testigo de su infancia, de su juventud, de su vida entera, con la cárdena faz airada, pidiéndole cuenta de sus maldades… Pegose la infeliz a la reja, dando diente con diente, como quien tiene frio de cuartana, y comenzó a rezar cuanto sabía, con las enjutas manos cruzadas, repitiendo una y mil veces aquella hermosa frase popular andaluza:
“¡Mientras hay Dios, hay misericordia¡”
La Cofradía se acercaba, en efecto, y era la única que había osado salir aquella Semana Santa; miedos de trastornos y temores de irreverencias habían retraído a los cofrades de las otras, con esa tímida prudencia que alienta la osadía del enemigo; porque es una triste verdad, que la vida cotidiana comprueba a todas horas, que no serían tantos los imprudentes que atacan si no fueran tan numerosos los prudentes que se retiran. Los cofrades del Cristo, por el contrario, gente en su mayor parte de los barrios bajos y muy en especial del de la Salamanca, empeñáronse en sacar a la calle sus imágenes, no tanto por espíritu de devoción como de independencia, y en llevarlas, según la tradicional costumbre, a visitar a los presos de la cárcel, entre cuyos muros se albergaban no pocas veces algunos de sus cofrades.
Cerró la noche con grande oscuridad, y era ya ésta completa, cuando un clarín destemplado y lastimero como un lamento anunció a lo lejos que la Cofradía se acercaba; a poco desembocaron en la plaza dos largas hileras de cofrades, vestidos de nazarenos, trayendo en las manos hachas encendidas, que parecían al moverse en la oscuridad, filas de estrellas errantes: detrás apareció, a la entrada de la plaza, y allí se detuvo, sobre su pedestal de centenares luces, la magnífica imagen del Cristo, de tamaño natural, enclavada en su Cruz de plata maciza. Traíanla a hombros doce hermanos de la Cofradía; rodeábanla grupos de niños vestidos de ángeles, con los atributos de la pasión en las manos, y seguían en pos hombres cubiertos de luto, haciendo resonar roncos tambores destemplados… Una voz clara y vibrante rompió entonces el silencio solemne que millares de personas guardaban en la inmensa plaza, entonando, desde la cárcel, una de esas extrañas y lúgubres melodías que con tanta propiedad llaman en Andalucía saetas… ¡Saetas!
Verdaderas saetas que hieren el corazón, despertando en él ese latido propio de las emociones bellas, de la emoción grande y santa que eleva a Dios y a Dios muerto!… ¿Qué genio, qué Mozart desconocido supo reunir en cuatro notas esos diversos algos que recuerdan a la vez la amargura del último suspiro de Cristo, la celeste conformidad de María, las lágrimas de fuego de Magdalena, el dolor viril de Juan, para desvanecer luego todo esto junto, poco a poco, en un solo ¡ay! Lastimero, lúgubre, constante, monótono, débil, inconsolable, contrito, como debiera de ser el dolor de la humanidad deicida, arrodillada diecinueve siglos delante del Calvario?… La voz, quizá de un ladrón, quizá de un asesino, cantaba con esa expresión de lúgubre melancolía, que solo en algunas provincias andaluzas saben dar a la saeta:
Con ese cuerpo llagado,
lleno de sangre y afrenta,
pareces clavel morado,
lleno de perlas sangrientas.
Esta fue la señal; mil saetas salieron al punto de todos los ámbitos de la plaza, pero acordes, unísonas, haciendo resonar en el majestuoso silencio, las mismas tristes vibraciones, y los mismos ¡ay! cadenciosos. La procesión avanzaba mientras tanto, y pronto apareció en la plaza la imagen de San Juan, el discípulo predilecto; todos callaron entonces, y la voz que primero había cantado volvió a cantar
Por allí viene San Juan
vestido de rojo y verde,
llorando detrás del Cristo
las culpas que tú cometes.
Aparecieron por último las andas de la Virgen, resplandecientes como un rayo de la gloria; en medio de aquel brillante foco de luz y de oro, veíase la imagen de la Dolorosa, ataviada con ese lujo riquísimo, propio sólo de las cosas divinas. La pedrería de su peto valía medio millón, y la larga cola de su manto, cubierta del todo por el oro purísimo de sus bordados, colgaba fuera de las andas y era sostenida por cuatro niños vestidos de ángeles, que hacían resonar, al mismo tiempo, grandes campanillas de plata. A su vista, cantaron desde la cárcel:
Por allí viene María,
María, mi madre del Valle.
En el corazón te tengo,
¡Madre, no me desampares!…
Las estrellitas del cielo
van corriendo por su cara,
lágrimas que a su Hijo lloran,
y que consuelan mi alma.
La procesión se detuvo en medio de la plaza, vueltas las imágenes hacia la cárcel, el Cristo en medio, a la derecha la Virgen, San Juan a la izquierda. Los presos todos se agolpaban a las rejas; muchos habían subido de los calabozos, trayendo sus cadenas. La Salamanca fijó entonces en el Cristo una mirada a la vez tímida y medrosa, más no vio en aquel rostro que se alzaba hacia ella la expresión de severidad terrible que su imaginación le pintó poco antes; vio, por el contrario, unos ojos dulces, aun después de quebrados, una boca lívida que parecía exhalar sin queja alguna el postrer aliento, bendiciendo y perdonando. En la vecina reja cantaba un preso:
Alza los ojos y mira
ese Señor soberano,
qué si estás arrepentido,
el remedio está en la mano.
Lo que pasó entonces en el corazón de la infeliz vieja nadie lo pinta: nadie puede pintar un grito del alma… Cayó rodando por el suelo y, mordiendo el polvo de la tierra, se arrepintió de veras; allí prometió confesar sus culpas a los pies de un sacerdote y acompañar, el primer Viernes Santo que se viese libre, a la imagen del Cristo en su visita a la cárcel, descalza, con un cordel al cuello, y escondida debajo de las andas.
La procesión comenzó a desfilar lentamente, por la calle opuesta a donde había entrado; primero desapareció por ella Cristo, luego San Juan y, cuando las andas de la Virgen comenzaban a ponerse en movimiento, una voz muy vibrante, pero muy conmovida, muy temblorosa, cantó desde la última reja de la cárcel:
Madre bendita del Valle
que por mí lloraste tanto,
condenado estoy a muerte…
¡Ampárame con tu manto!
Un sollozo inmenso respondió en la plaza a la saeta del preso, ahogando la cascada voz de la Salamanca, que, al reconocer la de Juan Miseria, gritaba desde la reja:
—¡Inocente!… ¡Inocente!
Y como respondiendo a un oculto pensamiento, añadió cruzando y besando sus dedos descarnados como raíces de árboles:
—¡Te lo juro, Madre mía del Valle!… ¡Por este puñao de cruces te lo juro!…
Y cuando ya solo quedaba en la plaza la compacta muchedumbre, que se desbandaba en la oscuridad como un inmenso hervidero de gusanos negros, y solo se percibía en la calle el resplandor de las luces, y el lejano resonar de las campanillas de plata, todavía gritaba la Salamanca, asomando los brazos por la reja.
—¡Te lo juro, madre!… ¡Te lo juro!
El 6 de diciembre de 1908 el Padre Coloma ingresa en la Real Academia Española, versando su discurso sobre el padre Isla.
Muere en Madrid el 10 de junio de 1915. Tenía solo 64 años
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